“Nadie se ilumina fantaseando figuras de luz, si no haciendo consciente su oscuridad”. A partir de esta cita de Carl Jung, Enay Ferrer, artista plástico venezolano, asume el desafío que representa embarcarse en la aventura de encontrarse a sí mismo como parte sine qua non de su obra.

Ferrer estudia el alma a partir de su “disposición de vivir como un animal que se mueve en el ámbito de la emoción”. Siente una profunda obsesión por lo animal, por la bestia, por lo salvaje que condiciona la conducta del individuo en la sociedad.

Para él, el arte no puede estar separado de lo humano: “La pintura no miente”. Sus retratos y autorretratos le permiten construir un medio de auto-exploración que siempre va a revelar aspectos psicológicos del individuo y aquellos que lo confrontan con lo social.

Las máscaras indagan en las partes visibles de su ser (porque uno es más lo que oculta que lo que muestra) y conviven silenciosamente con el espectáculo de aquellas imágenes a las que interviene. Son la representación de uno mismo en constante convivencia con el otro.

En su discurso plástico la memoria es planteada a través de los iconos católicos con los que ha crecido: el venerable doctor José Gregorio Hernández, San Miguel Arcángel, el Sagrado Corazón de Jesús trascienden su significado religioso sin abandonarlo, ayudando a Ferrer a revalorizar el recuerdo de su casa en Maturín (en el noreste de Venezuela), de su familia y de su infancia. Es a partir de esta memoria desde la cual Ferrer conecta su fe en momentos en los que aspectos de la razón se agotan.

Ferrer habla de sus miedos como “demonios” con los que se relaciona: “Cuando pinto”, dice, es “como sentarse rodeado de demonios estableciendo acuerdos”. Nada es casual en su proceso creativo, todo está trazado con la profundidad necesaria para verse reflejado a través de lo que hace. Al final, cuando termina una obra, “siempre se sobrepone un espacio de silencio”.